miércoles, 5 de junio de 2013

El amor que nos unía es el mismo que ahora nos separa

Me veo caminando hacia ningun lado y cargando en una mochila las cosas que menos valor tenían para mí. Ando por las aceras más estrechas y escondida bajo una capucha negra esquivo a sombras difuminadas, oscuras y con mala mirada. Arrastro la mochila pues en mi cara se percibe el cansancio y el agotamiento. Las manos sucias de a saber qué estuve haciendo, el cabello despeinado por el viento. Parecía como si no tuviese ningún rumbo, la imagen daba a pensar que había olvidado el camino a casa o que simplemente no me apetecía llegar. Andaba e incluso a veces aumentaba el ritmo hasta llegar a correr, pero sin saber cuál era mi destino. Observo como callejeo, como escojo los callejones más oscuros evitando encontrarme con el mayor número de personas posible, intentando mantenerme a la sombra y permanecer invisible. 

Estoy sentada en un escalón de piedra de cualquier casa vieja, dejando que la noche caiga sobre mí, que el calor se vaya y venga el frio de la mano de las nubes. Odio verme de esa manera pero no me pregunto el por qué, no busco ninguna solución y sólo me grito para hacerme reaccionar, pego intentando destruir mi reflejo sin dejar de reprocharme errores que cometí y veo que me echo a llorar. Decido callarme y seguir observando. Me tomo mi tiempo para volver a la normalidad, secarme las lágrimas con las mangas largas y empezar de nuevo a caminar. Miro mis pies, mis zapatillas embarradas y mojadas, caminando hacia lugares más conocidos ahora que la gente descansa en sus casas. Y sin saber cómo ni desde cuándo, me veo parada frente a tu portal. Me rogaba, suplicaba que no entrara. Pero entró. Y te llamó. Y le abriste. Y os mirásteis. E igual que la había visto mil veces antes, ví entonces tu mirada, con el ceño fruncido y la boca apretada, no queriéndome allí. Y aún así me dejaste entrar.



-Puedes parar ya si quieres - Me digo.
-Quiero.
-Hazlo - Me ruego.
-Pero, a la misma vez, lo deseo... - Y dicho ésto, vuelvo a lo mío.



Miro en la habitación principal y veo que están todos allí, aquellas personas a las que quisimos los dos y ahora sólo te quieren a ti. Mis pies están fríos y tengo la nariz roja del frío, así que no me importan los recelos ni los cuchicheos y me voy a tu ducha, sin pedirte permiso y por ello lo siento. Pero tú tampoco no me lo impides y esperas detrás de la puerta a que termine, me ofreces tus toallas y un sitio para descansar y la tonta de mí acepta. No comprendo cómo puedo estar haciendo lo que hago, no sé qué es lo que estoy buscando. Sigo observándome y se me clavan en la espalda las crueles palabras que dejan flotando en el aire quienes cerca no me quieren, se me rasga la piel de tantas miradas. Asustada sin motivo abrazo mi mochila y saco las cosas dejándolas tiradas por allí. Me grito, porque no me gusto, porque no me gustan, porque no quiero seguir allí.



-Déjalo ahora que puedes - Me susurra otra parte.
-Un sueño no hace daño a nadie... - Y sin hacerme caso, cierro los ojos y sigo soñando.



Veo cómo me abrazas y yo me dejo abrazar, y me duele por dentro, me quema el estómago, se me encoge el corazón y el alma me huye. Te miro dos segundos y me dices de quedarme a cenar. Y sin quererlo, me quedo. Y ceno, con todos ellos, contigo, con los errores. Odio tener que estar allí sentada. Me doy cuenta demasiado tarde de que nunca tuve que salir de la cama, y desde la silla intento ver entre mis cosas desordenadas en el suelo algo que me salve la vida. Encuentro fotos antiguas y algo me muerde el interior; un móvil tan antiguo que no llego a saber de quién fue una vez; cuentos que de chica leí y releí y para terminar, una manta con estampado infantil, de pelo corto pero suficientemente grande para arroparse y dormir. 

Observo como sin articular palabra me retiro de la mesa y recojo la manta, me acerco al sofá y dandoos la espalda, arropada, intento dormirme y ya está. Cierro los ojos con tanta fuerza que los mis dientes chirrían, intento dejar de oiros e imaginar que estoy en mi cama. Desde lejos me veo y caigo en la cuenta de que mis manos forman un puño tan cerrado y rígido, que mataría a cualquiera que estuviese sentado ahí al lado. Os odio a todos y a algunos más que a otros. Lloro desde lejos porque parezco sufrir. Lloro porque me merezco aquello. Aún no veo nada  pero oigo que se arrastra una silla, escucho unos pasos que se acercan al sofá-cama donde me encuentro y rezo porque no seas tú. Pero tu olor no se puede confundir.



-Está bien; tú misma te estás matando - Me advierto.
-Que la curiosidad mate al gato y el gato muera sabiendo...



Cada vez te noto más cerca de mí y observo como te acuestas a mi lado, como utilizas mi manta para salvar tu frío. Me fijo más que nunca en tus movimientos y le pido a Dios que no lo hagas, pero lo haces. Me vuelves a abrazar y hueles mi pelo, besas mi mejilla y mi respiración se acelera. Ya no te quiero. Pero te quise. Nos queríamos demasiado para lo que podíamos aguantar, el amor que nos unía terminó separándonos y ahora sólo te puedo ver cuando duermo. Las lágrimas recorren mi cara y mi cabeza va a explotar. Me clavo las uñas en mis propias manos de la misma fuerza que hago, mis ojos no quieren dejar entrar ni siquiera un rayo fugaz de luz. Pero tú sigues ahí acariciándome el pelo, peninándome con tus dedos. 

Tu respiración se escuchaba tranquila y regular, mientras yo intentaba respirar despacito para no molestar. Se oía nada más que silencio, como si todos los que estaban sentados en la mesa se hubiesen dormido sobre sus platos, como si nada existiese excepto nosotros y la manta. Daba gracias por aquel momento de paz, hasta que suspiraste, dejando escapar despacio el aire de tus pulmones y entonces, con un tono relajado, susurrando, disparaste la bala definitiva: "Tú hiciste que te olvidara".


Me avisaron y les escuché pero no quise hacerles caso.
La curiosidad pudo al ser más débil. Pero el gato murió sabio.


Cuando mueres en un sueño sueles despertar sobresaltado y asustado.
Pero cuando te matan... Puedes levantarte y no despertar jamás.