Muchos son los poetas que nos avisan entre verso y verso de lo fugaz que es la vida, del carácter superfluo que tienen nuestras cosas mundanas, aconsejándonos disfrutar de lo que es ahora sin preocuparse de lo que fue hace tiempo, o de lo que alguna vez será. Porque los seres humanos somos así: necesitamos de algo que nos defina y, con esa finalidad, buscamos en nuestros recuerdos, en nuestros familiares y amigos, en la música que escuchamos diariamente, en los libros que leemos, en el camino que nos marcamos. Otros, nos dicen que ese camino ya está marcado, que alguien o algo nos lo impuso sólo por haber nacido, que sólo existe un destino.
Lo cierto es que todos tienen su poquita de razón. Cuanto mayor eres, más intentas echar la vista atrás y, como si te asomases a un abismo, el estómago se te encoje: has consumido media vida pensando en qué harás la otra mitad, buscando siempre la feliz tranquilidad. Mas, ¿qué es la felicidad cuando ya no te queda nada? Llegas a edad anciana y apenas tienes de qué hablar, sólo te has dejado mandar para pagar aquellas cosas materiales, de las que decíamos, innecesarias. Y quizá el destino exista, y quizá todo ocurra por alguna razón... Quizá, mientras algunos contemplan el segundero del reloj, otros están destinados a ser grandes ancianos con millones de aventuras que contar.
Son estos grandes ancianos quienes fueron pequeños jóvenes valientes y viajeros, dispuestos a, por la mañana, hacer todo lo que soñaron por la noche. Trotamundos, recorren cada paisaje que algunos sólo pueden ver en fotografías; y lo observan, y lo disfrutan, y lo respiran, y se lo comen, y llegan a ser uno. Bohemios, se atreven a dejar las reglas que la sociedad nos marca y adentrarse en el que se convierte en su propio orbe, donde son felices, donde juegan como niños, donde nunca pasan cosas malas y donde es el vaso bueno el que nunca se quiebra. Inquietos, no hay fuerza suficiente para pararles los pies, cerrarles la boca, dejarles sin ganas de ver. Sólo ellos mismos tienen el poder de destruirse.
Y entonces, la vida estalla.
De repente, se termina la historia: al bucanero se le atraganta un maretazo y se impone el final. Nadie se lo esperaba; todo el mundo queda abatido y con ganas de más. ¿Qué hacemos, a dónde vamos, cómo lo narramos, a quién acudimos? Lo peor: no se puede dar marcha atrás. Rezamos al universo, a todos los dioses, a todas las diosas, a todas las fuerzas sobrehumanas para que nos den una segunda oportunidad: esta vez tendremos más cuidado, esta vez no sólo le advertiremos, esta vez todo saldrá bien. Pero, simplemente, no: la muerte es lo único que no tiene solución.
Algo empieza y algo acaba con una llamada de teléfono, una voz que se quiebra al hablar y alguien que no para de repetir "se ha caído, se ha caído, se ha caído...". El mundo se detiene, el segundero ahora no avanza: la existencia nos da unos instantes para asumir lo que acaba de pasar. Parpadeas, y la vida se acelera; el mundo gira tan rápido que te tambaleas y tus bases más solidas se pierden en el vacío. Crees que nada volverá a ser lo mismo, pero lo más triste es que sí: el tiempo nunca se llegó a parar, tú nunca te lo llegaste a creer. Respiras despacito e intentando no hacer ruido: que no se note que sigues vivo.
Pero un aventurero es fuerte, es tenaz, es bravo, y le grita el cielo dejándose los pulmones, y le brama tan alto que hace al Sol callar. Un aventurero, como es mi padre, no se deja derribar.
A Parras, que se dejó la vida en la montaña,
y a mi padre, que regaló la mitad de su alma
para que su hermano no viajase solo.
27 . 12 . 2014 - DEP