Caminas por el pasillo de lo que a tu ver parece ser un lugar donde, al menos antes, se daba clase. Caminas, largo y tendido. Llevas algo a la espalda; te pesa pero no te lo quitas pues sabes que te hace falta. Puede ser que sea tu orgullo. ¿Quizás mamá te equiparía con tu colección entera de mal humor? Piensas en aquellas veces en las que habrías preferido no llevar esa carga detrás. En las que hubieras preferido tirar tu orgullo y sentirte ligera. Aunque no ahora, no ahora. Es entonces cuando alguien te empuja y te encierra quién sabe dónde. Una habitación con complejo de clase. Sólo tiene una pequeña ventana en la pared paralela a la puerta por la que te obligaron a pasar y por esto descartas que, al menos antes, fuese una clase. Ahora no hay ninguna puerta, ni pared que la rodease. Son rejas, rejas anchas y robustas, pero lo suficientemente separadas para que pudieras salir sin ninguna dificultad. ¿Por qué no sales? ¿Te vas a quedar ahí? ¡Sal! Pero no sales. ¿¡Por qué no sales!?
"Demasiado gorda para pasar por ahí". Y en aquella habitación te quedas gracias a tus complejos. Oyes unas risas. Están contigo, rebotando en las paredes de ahora tu habitación. En media vuelta consigues ver a sus dueñas, sentadas en el suelo con las piernas desnudas y cruzadas. Con camisetas de tirantes y un sujetador de encaje visten la
hipocresía y el
egocentrismo. Puedes mirarlas con desprecio, escupirles si quisieras, pero no lo vas a hacer, sino que vas a dejar que sean ellas las que se sigan riendo de tu vestimenta, del cabello que llevas hoy y de tus manías. Dejas que te sigan acomplejando y a la misma vez riéndose de tus miedos. Quedas ahí encerrada con lo que más odias. Con ellas, y contigo misma. Escuchas un refunfuño, una queja y vuelves a buscar de quién procede. Ahora es rubia, más sencilla vistiendo y más sencilla hablando. ¿De qué se queja? Lo sabes por su mirada; algo le falta. Te consuela su presencia aunque aún no sabes por qué. Más tarde descubrirás que también estabas encarcelada con la
humildad.
Se nota en el aire que hay tensión, se masca en el ambiente que no tenéis una buena relación. Pero aún así unís vuestras voces para que alguien acuda a sacaros de allí pero nadie aparece, así que empezáis a discutir. Las muchachas de las piernas desnudas critican sin saber a qué o a quién. La rubia se sigue quejando de su falta, de su necesidad. Y a ti no se te ocurre otra cosa que no sea resoplar en tu interior. Tu mente está cansada de oírte gritar en silencio. Culparos, culparos las unas a las otras de esta situación. Culpas a la hipocresía y culpas a la falsedad de unirse y batallar sin ninguna necesidad de derramar sangre, las culpas de este castigo. Ellas te culpan a ti, casi sin argumentos que para ti valgan, pero tan convencidas que hacen dudar. Y la humildad calla y la buscas, esperando encontrar alguna frase que haga que esto no acabe en empate. Pero la humildad calla. Así que comprendes, que de nuevo, todas sois culpables. ¡Y es por ésto que volvéis a unir vuestras voces! ¡Gritad, putas, por vuestra libertad! ¿Quién os va a sacar si no es el canto de vuestro vibrar? ¡Gri- alguien viene. ¿Es ella la que te ha empujado ahí dentro? Por supuesto que es ella. Es la misma que te regaló coronas de flores. La misma que éstas te puso para que de repente le crecieran espinas. Es ella. Pero ella, ¿quién? La
falsedad. "Sácanos, sácanos, sácanos". No os va a dejar salir. No. Niega con la cabeza, con sus dedos huesudos, con su cadera puntiaguda, niega. "Sácanos, sácanos aunque sólo sea para volver a ver mi sangre borbotear". Vuelve a negar y se va. Se va. Se ha ido, se ha ido dejando los volantes de su falda al viento. Esa falda larga que podría abrigarte en tus noches frías, con la que soñaste más de una vez, falda que juguetea en cada paso al caminar. Gritas, de nuevo en silencio para no molestar. Y sin darte cuenta le estás pegando puñetazos al cristal de la única ventana. Sabes que por ahí no vas a pasar, "
¡por ahí sí que no puedes salir!" pero sigues dándole. Bastan dos segundos para que el cristal se convierta en las barras gruesas y pesadas de la entrada. Te desesperas sin saber qué hacer. Te sientas y te levantas, te sientas y te tumbas. Te levantas y te agachas. Una y otra vez, sin para de dar vueltas mientras que las demás siguen con sus risas, martilleándote la cabeza, taladrándote la moral. Y la humildad, calla. Así coges a ésta última, la levantas de una mano y tiras de ella. No hay rejas ya en el hueco de la ventana ni siquiera cristal. Sólo un hueco por el que saldrás, justo después de tirar a la rubia fuera.
Corréis. Supones que corréis para no ver a la falda juguetona, para no oír más aquellas carcajadas, para que nadie te coja. Y escuchas a la humildad quejarse.
"¿¡Qué, qué!?". La humildad se queja de que tú la llevas cogida a ella.