viernes, 23 de noviembre de 2012


Te doy mis ojos
y con ellos te regalo mis recuerdos,
que ya no los quiero
que ahora me duelen,
que me desgarran por dentro 
cual fiera domada
que ya está harta de su jaula.
Te doy mis ojos
repletos de días soleados
de noches nubladas 
de secretos no escritos
y de aquellos amores 
que todo eso vieron.
Te doy mis ojos
maquillados por el tiempo
adornados con sutiles ojeras
y camuflados por un guiño solitario.
Que ya no quiero ver más 
que ya he visto demasiado
que ya no me gusta lo que veo
y no me queda ya nada por ver. 
Te doy mis ojos 
y con ellos llévate mi futuro
llévate a mis hijas,
ellas ciegas también,
que no quiero que vean
de lo que ahora es éste mundo
que no quiero más que oigan 
que atiendan y aprendan
escuchando nomás que poemas 
que hablen de sentimientos ciegos,
que ciegamente hagan sentir
los colores vivos
el arte sobre el lienzo
y la que fue tu belleza ciega. 

-Ana Fernández

domingo, 4 de noviembre de 2012

Las batallas internas del propio infierno.

Escribo aquí y ahora porque dudo de mi suerte; quién me dice que podré yo mañana volver a escribir. Nunca sabrá nadie cuando llega su hora, mas todos conocen las cosas que dejaron para más tarde hacer. Palabras nunca dichas, lugares nunca vistos. No permitiré que tal desdicha caiga sobre mí. Cojo la pluma con tanta fuerza que mis dedos, congelados y de un color morado debido a ese fuego que ya no quiere arder, se quejan en silencio. Pero es que tengo miedo de eso que habita en mi cabeza, de esto que nadie más que mis ojos consiguen ver. Aprieto su punta contra el papel casi hasta grabar la historia en la memoria de este escritorio. Y es que grande es el esfuerzo que tengo que hacer para no salir huyendo de esta silla que, a la vez, se esfuerza por atraparme. En un momento recuerdo respirar, aflojo y me suelto:
No llego a recordar cuántos meses han pasado, rozándome rápidos y sin ningún sentido, desde éste día fatal que me atormenta todas las noches bajo sábanas. Mis miradas dicen que hará más de un año, mi mente, pobre, que sólo quiere olvidar, insiste en que nunca ha pasado.  Más me fío del calendario, que me descubre que el día del que hablo fue el simple ayer. Pues, fue ayer que me levanté y sin bocado en boca me dispuse andar y a andar fui.  Sin darme cuenta ya estaba mil calles más allá de en la que se encuentra mi hogar. lejos del barrio en el que he crecido, sin caras conocidas a las que escupir un falso buenos días, me sentí perdido. Quise sentarme en un banco y en un banco me senté, aunque no fue en el primero que encontré. La noche había estado llorando y, aún, la mañana no había tenido tiempo de secar las ciudades. Me encontré conmigo sobre el frío mármol, con las manos llenando los bolsillos vacíos de dinero y vistiendo unos zapatos desgastados, casi deshechos, del paso de los años, que a nada perdonan. Y entonces, me sentí solo, aunque no en soledad. No sé si entienden. La soledad es un primer personaje en el teatro de la vida; si no viniese ella, iríamos nosotros a buscarla. No existe día en el que no haya momento en el que no queramos compañía. Pero estar solo es diferente. Sentirte solo puede ser que sea el peor de todos los sentimientos, puede ser que sea lo más agrio y asqueroso que el ser humano tiene que sentir. No imagino a mis fuerzas pudiendo soportar peor sensación. Estar solo; que nadie comprenda, que tus miradas no digan nada a nadie, que tus palabras ni alegren ni duelan, que nadie entienda. ¿Habrá cosa más mala que esa?
Dejándome llevar por demás pasados, oscuros sentimientos, tuve la sensación de caer y aun no siendo cómodo, no moví un dedo por escapar. Me rendí antes de luchar. Sería mi sentir, mi pasado, mi interior, contra mí mismo en el exterior. De una forma u otra ya sabía el final de la película: gane quien gane soy yo el perdedor. Así pues,  me  dejé caer y aproveché los últimos momentos de paz que mi subconsciente me regalaba. Disfruté de la ligereza de mi cuerpo, supuse como de bonito se vería desde fuera mi cabello, jugueteando con el viento. Dejé que mi imaginación volara tan alto como de bajo estaba yo cayendo. Unos instantes me permití, incluso, susurrar la canción que hizo de mi vida algo más llevadero y ligero de cargar. La misma canción que me ha dado fuerzas para escribir, aquí y ahora.
Y entonces caí. Toqué el fondo que confirmó que estaba vivo, todavía. Chocó mi espalda contra el suelo y acto seguido, un dolor cortante y frío, como si de mil cristalitos se trataran. Éste me obligó a abrir los ojos y ahí, sólo entonces, deseé haber muerto. Había caído en el infierno. Y pese a que siempre hablaron de él y su característico calor, no pude más que sentir frío. Se me helaron las pestañas y en mis congeladas manos llegué a ver reflejados mis ojos, que por primera vez hablaron, en apenas un murmullo, desprendiéndose de sus últimas palabras: "Nunca fue tu culpa, excepto cuando tú quisiste que lo fuera".
Después, todo giraba. No puedo asegurar si era yo quien daba las vueltas, o era aquel sitio quien me columpiaba. Millones de luces parpadeaban a mi alrededor, prestando color al blanco frío. Bocanadas de aire transportaban aquellos cristales, abriendo el paso, marcando heridas. Yo en medio y todo demasiado rápido... Pero apareció el ruido y calló a los vientos, durmió a las luces y a la velocidad consiguió frenar. Se apagó entonces todo el alrededor, dando leve descanso a mis pupilas dilatadas. Sólo necesité sesenta segundos más para comprender: el infierno comenzaba ahí. Con la oscuridad vino la nostalgia, la pena y la falta. Se me cayeron sobre los hombros todo lo que en un ayer menosprecié y aquello que dejé ir. Se aparecieron los momentos que nunca he vuelto a vivir, vinieron a mi mente las caras de personas con las que
no supe aprovechar. Recordé, sin quererlo, sonrisas que no obtuvieron respuesta, miradas de desilusión y perdones que jamás fueron aceptados. Si antes el frío había conseguido congelar el corazón de mi pecho, ahora éste ardía a mil grados.

     El sol brilla ofreciéndonos sus últimos rayos del día. Parece que juega con nosotros, escondiéndose entre nubes blancas y amarillentas. Mientras él se va, jugamos nosotros con el humo de nuestros cigarros, intentado adornar la puesta con perfectos aros. Disfrutamos de cada calada tanto como disfrutamos respirar. Sabemos que eso nos mata, pero también sabemos que moriríamos igual por salvar a quien tenemos al lado.

¿Era eso un flashblack?

     Siento que voy a explotar. Me recuesto sobre el sofá y dedico una mirada rápida a la caja de cereales vacía al lado del tazón azul, el que me siempre me recuerda a las noches en las que mamá me mojaba las galletas en leche. Más atrás asoma el plato lleno de migas de pan, provenientes de las tostadas que, también, cené. Al lado, el plástico que envolvía las galletas de chocolate. No llego a ver dentro de la bolsa de magdalenas, pero apuesto a que no queda ninguna. Sin saber de donde saco la fuerza de voluntad corro al baño y vomito. Veo mis dedos manchados, mi cabello goteando, siento mi garganta sangrar. Tiro de la cisterna, y vuelvo a empezar. 

Ese era su plan. Hacerme recordar hasta que la locura me matara. La fuerza con la que mi sangre recorre mis venas me hace temblar, la ira vuelca mi estómago, se escapa la rabia en un suspiro y ésta, libre, adopta la forma de una mujer unos pasos más allá. Cabellos rubios, tan rubios, y tersa piel. Su carita era tan pálida y sus ojos, tan claros. ¡Ahh, ese vestido! Hecho con trocitos de hielo, ceñido a su figura, haciéndole brillas más, si cabía posibilidad. Era esa mujer la fuerza de mi coraje, la ira de mi ausente voluntad, la rabia provocada por mi mal perder, la cobardía que me hacía perdedor. Era la frialdad, la antipatía,   la bordería, la indiferencia que pudieron reinar sobre mí hacía un corto tiempo, era todo ese malestar que días atrás causé. Y la vi venir, rápida y nada vacilante, con sus ojos entrecerrados y su cabello casi blanquecino creando ondas sencillas entre vientos. Ella se acercaba, enseñándome sus finos colmillos por primera vez,  emitiendo un ensordecedor gruñido. Y yo, ahí, parado, atrapado por su belleza, viéndola venir, asustado. Si me cogía, iba a morir; mi cabeza rodaría por aquel infierno, mi corazón se lo comería, mis pulmones los estrujaría hasta que estos no supieran del oxígeno. Yo no parpadeaba, puede que se me olvidara cómo respirar. Yo sólo miraba lo perfectos y ligeros que eran sus pasos hacia mí. Sus pies, desnudos, parecían volar a altísima velocidad; no tocaban el suelo, no conocían gravedad.
Fue su tacto lo que me hizo reaccionar. Ya posadas sus manos sobre mi cuello, tan heladas como la nieve de Enero, como un corazón solitario el catorce de Febrero, despertaron a mi alma encandilada. En un último movimiento pude ver, de nuevo, sus afilados dientes queriéndome morder, sus largas uñas queriendo abrir mi piel. Su traje, deslumbrante, cegándome. Pero pude con ella, sorprendiéndola, abrazando su figura, acariciando su cintura, tumbándola en mi pecho que todavía ardía. Retumbaban en mis venas el amor, la lujuria, la alegría, las cosquillas de una primera vez. Se veían reflejadas en mi mirada la curiosidad que a mil sabios gatos mató, las ganas, de vivir, de ganar. Se reflejaba la confianza, la complicidad y con ellas bailaba el respeto. Abrazada tenía a aquella mujer de mis peores pesadillas, a los ojos la miraba, una mano suya tenía entrelazada. Era ella el puro odio, y yo la amé: acaricié sus mejillas, resbalé por sus comisuras, rocé sus labios y en el beso se fundió. El hielo del vestido se derritió, en sus claros ojos ahora ardían llamas de varios metros de altura. Sus cabellos, tan rubios, se hicieron negros de carbón. Abrazada tenía ahora a una mujer hecha de polvo, de ceniza que después voló. Había sido ella el mismo infierno.
Y una gota de lluvia resbaló por mi cara. Otras sólo mojaban mi abrigo. Desperté en el mismo banco del que me había caído. A mil calles de mi barrio,  ganada mi propia batalla, tuve las ganas que nunca había tenido de volver al hogar y, al fin, escribir con la tan buscada libertad.