Hoy el cielo se despertó vestido de rojo. Un rojo pasión, tal como los labios de una mujer que en otras circunstancias te habría hecho enloquecer, un rojo como el que se atreven a llevar esos vestidos diseñados para dejar huella.
El tiempo es egoísta y nunca correrá a tu favor, pero creo que, hoy, ha hecho una excepción conmigo, haciendo cambiar el rojo sangre a un naranja mucho menos intenso. Sabrás de que naranja hablo si alguna vez has visto a un niño lamer un chupachup, si te fijaste alguna vez en el pintalabios que tu madre utilizaba cuando quería ir guapa, pero le daba miedo destacar.
Tan impresionante me pareció el cambio, que me di el gusto de parar y, simplemente, mirar. Miré durante minutos, aunque mi mente voló durante horas; contemplé como nubes blancas tenían el descaro de imitar aquel color, teníales envidia, pues no me importaría poder vestir así algún día: con colores de libertad y anunciando nuevas noticias.
De nuevo quiso el cielo sorprender y, quitándose el traje naranja, se puso un abrigo de un amarillo de tanta intensidad, deslumbrando a tal nivel, que muy a mi pesar, tuve que cerrar los ojos un instante. Al abrirlos de nuevo, no me esperaba menos de lo que veía. Las penas casi ni se apreciaban, no había sombra en la que poderse cobijar: el sol salía y se estaba haciendo de notar. Los pájaros dejaron de cantar y no sería por otra cosa que por también quedarse a mirar. Jamás había podido ver nadie tal amarillo como aquel.
Sorprendiendo aún más, debido a ansias de protagonismo y querer dejarse ver, volvieron las nubes, ahora con más personalidad, despojándose de las luces para volverse grises, cada vez de una gama más oscura, de tal manera que terminaron por ser negras. Un negro sólo característico de los sueños nunca recordados, de los días de pena. Vino de acompañante la lluvia, tan fría, delicada y fina como por aquí suele ser. Vino y llamó a los charcos, a los niños chapoteando, a los caracoles los mandó a pasear y, regando las raíces de los árboles más ancianos, estos aprovecharon el viento para susurrar un gracias con las ramas más pequeñas.
El sol, sus luces y sus últimas fuerzas de la mañana hicieron un amago de presencia, y por consecuencia apareció un arcoiris, haciendo resumen de estos colores que pocos pudimos llegar a contemplar. Quedándose allí, y casi sin pensarlo, hizo del diluvio una lluvia más bonita, más sentida.
El tiempo es egoísta y nunca correrá a tu favor, pero creo que, hoy, ha hecho una excepción conmigo, haciendo cambiar el rojo sangre a un naranja mucho menos intenso. Sabrás de que naranja hablo si alguna vez has visto a un niño lamer un chupachup, si te fijaste alguna vez en el pintalabios que tu madre utilizaba cuando quería ir guapa, pero le daba miedo destacar.
Tan impresionante me pareció el cambio, que me di el gusto de parar y, simplemente, mirar. Miré durante minutos, aunque mi mente voló durante horas; contemplé como nubes blancas tenían el descaro de imitar aquel color, teníales envidia, pues no me importaría poder vestir así algún día: con colores de libertad y anunciando nuevas noticias.
De nuevo quiso el cielo sorprender y, quitándose el traje naranja, se puso un abrigo de un amarillo de tanta intensidad, deslumbrando a tal nivel, que muy a mi pesar, tuve que cerrar los ojos un instante. Al abrirlos de nuevo, no me esperaba menos de lo que veía. Las penas casi ni se apreciaban, no había sombra en la que poderse cobijar: el sol salía y se estaba haciendo de notar. Los pájaros dejaron de cantar y no sería por otra cosa que por también quedarse a mirar. Jamás había podido ver nadie tal amarillo como aquel.
Sorprendiendo aún más, debido a ansias de protagonismo y querer dejarse ver, volvieron las nubes, ahora con más personalidad, despojándose de las luces para volverse grises, cada vez de una gama más oscura, de tal manera que terminaron por ser negras. Un negro sólo característico de los sueños nunca recordados, de los días de pena. Vino de acompañante la lluvia, tan fría, delicada y fina como por aquí suele ser. Vino y llamó a los charcos, a los niños chapoteando, a los caracoles los mandó a pasear y, regando las raíces de los árboles más ancianos, estos aprovecharon el viento para susurrar un gracias con las ramas más pequeñas.
El sol, sus luces y sus últimas fuerzas de la mañana hicieron un amago de presencia, y por consecuencia apareció un arcoiris, haciendo resumen de estos colores que pocos pudimos llegar a contemplar. Quedándose allí, y casi sin pensarlo, hizo del diluvio una lluvia más bonita, más sentida.
Y ojalá nunca hubiese yo bajado la vista de ese que era nuestro techo entonces, pues lo que a vi a mis alrededores, lo odié. Y es que allí no había nadie. Sintiéndome afortunada por haber sido la única privilegiada en ver aquello, me fui a casa sintiéndome también triste y desdichada; no paré de pensar en las personas de la que es hecha ahora esta sociedad. Nadie mira ya al cielo, nadie admira ya lo fuerte que es la naturaleza. Tampoco creo que nadie tenga idea de lo insignificantes que somos, de lo pequeños que nos deberíamos sentir.
Nadie disfruta ya con nada; nada se puede hacer ya con nadie.