El sudor que escapa del corredor que corre buscando escapar de la realidad que cada vez es menos suya y cada vez es más esclava del resto de la sociedad. Corre y no habla pero sí se expresa; le basta su cuerpo para decir. No quiere ser observado ni observar, le da igual lo que le responda el espejo si por dentro se ve bien. Limpia su vida con el aire que de verdad limpia sus pulmones, arranca con pocas ganas de marchar y aún así marcha, se va y no se arrepiente. Conversa con gorriones y siente los árboles más puros nacer y a los más ancianos descansar a la misma vez que descansa el atleta.
El flash de vida rápida que hace de faro del fotógrafo que navega buscando algo nuevo que fotografíar, queriéndonoslo mostrar, queriendo cambiar nuestra forma de mirar para aprender a apreciar los detalles que hacen de guías a los más ciegos humanos que de egocentrismo pecamos. Importa todo aquel y aquello que sea protagonista o no, aún de personaje secundario sobre el papel impreso de mil colores; mil colores y ninguno suficientemente real. La cámara que muere si el fotógrafo se rinde ante un público que no entiende, que le da lo mismo que lo mismo le da comprender el por qué de lo que ve.
Fotografías olvidadas que tiempo más tarde el pintor querrá pintar y el lienzo dispuesto a escuchar cada pincelada que susurre el pincel, gran contador de historias él y siempre tan detallista. Pinturas agradecidas de que su destino haya sido representar la sonrisa de un niño que ahora es un triste adulto; una fiesta donde los jóvenes decepcionarían a sus padres o un paisaje en el que conviven bosques vecinos donde ahora los vecinos son tristes rascacielos, casas pero no hogares para adultos infelices. Cuadros clavados en la pared, ansiosos y nerviosos ante la miradas de aventureros poco valientes para aventurarse de verdad. Cuadros que no mueren si su pintor desaparece sino que mueren cuando le marcan su precio.
